Hace muchos años mi mujer trajo a casa una planta, que apenas era un brote. Me dijo que era una de esas enredaderas. Tenía otras, pera a ésta la cuidó con especial esmero desde el primer día. La puso al sol, la quitó de las corrientes de aire, le dio vitaminas, le quitó el polvo, le suministró todos los productos fitosanitarios que le sugirieron en la tienda en la que había comprado la planta. Creció la enredadera, yo sabía que era enredadera porque me lo decía mi mujer; era pequeñita. Llegó un día en el que mi mujer me pidió por favor que le clavara unos clavos en las esquinas de la pared, que en casa están protegidas por una maderita. Los clavos no eran tales; eran "puntas"; una cosa pequeñita y sin cabeza de clavo; casi me dejo los dedos en el intento, pero lo conseguí. Mi mujer pasó un hilo de coser por los clavos, y así tejió un soporte para la enredadera, por la que en los meses siguientes fue subiendo hacia el techo. Cuando llegó al techo, mi mujer me pidió que clavara unas cuantas puntas más en el techo; a continuación mi mujer pasó hilo de coser tejiendo en el techo un soporte para la enredadera. Le alababan tanto a mi mujer las visitas por su enredadera, que comencé a hablar muy bien de la enredadera, a ver si alguna visita me felicitaba por la enredadera; pero los piropos siempre eran para mi mujer. La verdad es que era bonita, y mi mujer la cuidaba mucho; incluso le quitaba el polvo, además de todos los cuidados que he indicado; yo creo que llegó a hablarle; no le puso ópera, pero la enredadera escuchaba la música que yo escuchaba.
Un día, a la vuelta de las vacaciones mi mujer sugirió que convenía pintar la casa. Vinieron los pintores; levantaron mucho polvo, ya se sabe, y cuando el tocó el turno a la sala en la que estaba la enredadera, tuvimos que desenredarla y, con mucho cuidado, enredarla en si misma para guardarla de los empellones de los pintores. Cuando éstos terminaron y se fueron, la casa limpia y recién pintada, nada menos, volvimos a poner la enredadera en el mismo sito en el que había estado toda su vida; mi mujer la enredó en los hilos que había vuelto a pasar por las puntas, porque no las habíamos quitado y los pintores las habían respetado; bueno, no todas, algunas creo recordar que tuve que volver a clavar. La enredadera estaba en su sitio, limpia y fresca, pero no tenía la vida de antes de pasar por los pintores.
Algunas semanas después, a pesar de los cuidados de mi mujer, decayó; perdió algo de su frescura; comenzó a ponerse color verde pardusco. Debió de ser en noviembre, no recuerdo la fecha exacta, cuando mi mujer, ante la evidencia, me comunicó que la enredadera se había secado.
¿Qué había pasado? Pues no lo sabemos; debió ser porque estuvo un día fuera de su sitio y enredada en si misma, debió ser que yo no colaboré con mi mujer, debió ser el polvo de los pintores, aunque mi mujer la limpió con sumo cuidado, debió ser que respiró productos químicos desconocidos para ella, debió ser el cambio obligado del hilo de coser, debió ser que cambié mis preferencias musicales, debió ser que siempre había estado en el mismo sitio y lo pintamos, borrando todo resto reconocible por la enredadera, debió ser que nunca tuvo cerca otras plantas, porque ella llenaba mucho espacio, debió ser, incluso, que mi mujer la cuidó demasiado y veinticuatro horas abandonada fue demasiado, debió ser que escuchó demasiadas alabanzas y su autoestima llegó a la soberbia de creerse única. Las posibilidades que manejó mi mujer durante bastante tiempo fueron tantas que no las recuerdo. No lo sabemos. Entonces mi mujer, en la primavera siguiente trajo una enredadera ya crecida, y la pusimos en el mismo sitio que la anterior, pero también decayó. Nunca más ha comprado mi mujer otra enredadera. En esa misma pared ahora hay un mueble al que sólo hay que quitarle el polvo.
Se acabó el cuento. Me pregunto por qué se suele recurrir tanta veces, para hablar de la educación, a la analogía con la botánica. Nunca se busca el símil de algún primate, nunca, y eso que están más cerca. Tanto se recurre a la botánica que he llegado a escuchar de boca de un ingeniero agrónomo, como argumento de su postura ante la educación de los niños, que él sabía mucho de genética porque había dirigido planteles y un laboratorio genético de no recuerdo qué plantas; debía de ser algo parecido, pero muy desarrollado y elaborado, a los guisantitos de Mendel.
La educación de un hijo, un alumno, un sobrino, un nieto, un vecino, un compañero, un paisano, etc., siempre es más complicada que las analogías de la botánica. Por suerte. Esa mayor complicación me permite a mi, ahora, escribir esta chorrada; y lo he hecho porque quiero, porque me enseñaron a hablar, a leer, a escribir; me enseñaron todo lo que sé y soy hoy; no sé cuánto he ido aprendiendo de lo que me enseñaban todos, pero sí sé que mi vida, aunque más aperreada que la de la enredadera de mi mujer, es más rica, variada, interesante. Sé, porque me lo han enseñado, que puedo elegir, decidir, y lo he hecho dentro de los marcos que la vida, mi vida, no la de los demás, bueno, también la de los demás y muchas cosas más, me ha puesto en las manos. Sé que mi mujer, con su enredadera, lo que nunca hizo fue estirarla para que creciera, porque sabía que si la arrancaba de la maceta, de su tierra, moriría, no sólo (solo) decaería. Educar, dentro del marco de la definición de Durkheim no es que sea más difícil, porque es fácil, se viene haciendo desde hace siglos, y en la mayoría de los casos muy bien, es que es muy complicado, porque exige la implicación personal, de la persona entera. Vale.
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