(...) Antoine (Saint-Just) recibió en verano en la sede del Bureau de Police la carta de una maestra de escuela que, desde cierto departamento del sur, le exponía con sinceridad su preocupación por asunto al que a diario se enfrentaba. Los niños, sobre todo los de esa zona del país, estaban enormemente presionados en sus hogares a la hora de opinar sobre lo que les parecía al República. Lo mismo podía afirmarse de los temas religiosos. Sus padres y familiares, tradicionalmente y desde hacía siglos, veneraron la imagen del rey y la de Dios, así como a los representantes del clero, de manera que los chiquillos, al ser preguntados, se mostraban dubitativos, temerosos y a menudo angustiados en el momento de opinar. La epístola de esta maestra era larga y prolija en detalles. Saint-Just le contestó de forma escueta, apenas unos pocos renglones, pero en la esquela, a modo de despedida, decía: "Hay que fanatizar el corazón de los niños". Algo que Robespierre nunca se hubiera atrevido a manifestar, y aún menos a poner por escrito, pues de alguna forma siempre vivió anclado en prejuicios del pasado más reciente, incluido el lenguaje. Y ahí, entre los dos jacobinos, se abría un archipiélago de aguas coralinas, hermoso por fuera pero putrefacto por dentro.
Cierto que a Sebastien (autor supuesto sobre cuya escrito se basa el autor de la novela) esa frase de Saint-Just le pareció durante mucho tiempo demasiado radical, y por tanto la fanatización en cualquiera de sus versiones -cabría decir:forzoso adoctrinamiento-, pudiera llegarse a ninguna parte, o a ninguna buena. Pero con el transcurso de los años fue modificando su opinión acerca del tema, y lo hizo al darse cuenta de que, si bien podía parecer exagerada o contraproducente la determinación de fanatizar el corazón de los niños, que era algo así como manipular la inocencia de seres aún en plena formación física y espiritual, también resultaba obvio que, con la misma o incluso mayor intensidad a como la expresara Saint-Just, esos niños eran fanatizados desde la cuna por sus propios mayores en una labor de zapa que se llevaba a cabo con naturalidad y por mor de las sagradas, intocables tradiciones. También, evidentemente, con la excusa del cariño. De modo que para Saint-Just todo se reducía a una lucha a muerte entre dos visiones del mundo, enfrentadas sin remedio e irreconciliables. Para él, los padres, los abuelos y quienes se hallaban en el entorno de los niños disponían del tiempo y las circunstancias óptimas para desnivelar la balanza a favor a su favor. Entonces ¿debía preocuparle sentir aquello? En absoluto.
Saint-Just, en ese sentido u otros, careció de complejos, mientras que Robespierre siguió padeciéndolos hasta su último suspiro. Fue al recapacitar sobre cuál pudo ser el fanatismo de los niños y adolescentes vendeanos, al visualizarlos mentalmente en su día a día, hogar y escuela, por ejemplo, cuando Sebastien se vio obligado a reconocer quizá Antoine, mediante tan demoledora sentencia, puso el dedo en la llaga sobre algo que el Incorruptible (Robespierre) ni siquiera se atrevió a plantearse: cómo debían ser los futuros ciudadanos de la República. "Hay que enfatizar el corazón de los niños", expresión en apariencia de tintes casi salvajes para mucha gente de ideas progresistas, en verdad solo reflejaba el estado de la cuestión: si esos niños eran fanatizados a diario en mil y un aspectos de su vida cotidiana, ¿no tenía derecho la República recién fundada a combatir tal situación con las mismas armas que empleaban sus mortales enemigos utilizando a los más inocentes? Y la respuesta, por dura que resultase oírla, era sí.
Pero la Historia, impulsada por toda una jauría vengativa de memorialistas y académicos o aspirantes a ello, juzgó a Saint-Just e bárbaro e inmoral aceta, sin entrañas por frases como ésta, dando por sentado, de paso, que había un fanatismo positivo e incluso pedagógico anclado en las seculares tradiciones, la injusticia social y los prejuicios de clase, mientras que el otro era dañino y criminal, producto de una efímera pesadilla, que para ellos fue eso, sí, pero de apenas un lustro. Por suerte algunas palabras perdurarían tras la Revolución más allá de quienes las esgrimieron, y a Sebastien, pues, aquella frase brutal de Saint-Just llegó a parecerle la más acertada muestra de su pensamiento valiente, avanzado, transgresor. Cambiar el mundo significaba no quedar enfangados en remilgos y reservas morales. Significaba tomar lo mejor de la condición humana, los niños, y asegurar el futuro a través de ellos. Robespierre, con su modales áulicos y su particular apego a lo que consideraba normas básicas de la compostura social, no solo en lo referente a la urbanidad sino también ideológico e intelectual, nunca llegó a romper del todo su vinculación con ciertas rémoras de antaño. En cuanto a Saint-Just, aunque quienes le detestaron siempre tildarían su actitud como de una insípida altivez, él hablaba en la lengua vernácula de un país y de una sociedad todavía inexistente. (...)
GARCÍA SÁNCHEZ, Javier, Robespierre, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2ª edición, febrero de 2013, páginas 925 y 926